Podría contar de mi niñez muchas cosas bellas delicadas y amables: la apacible seguridad del hogar el cariño infantil la vida sencilla y fácil en un ambiente grato, tibio y luminoso. Todos los bellos momentos de reposo. Los islotes de felicidad y los paraísos cuyo encanto conocía y quedan en la lejanía resplandeciente y no deseo volver a pisarlos.
Al evocar ahora mis años de muchacho no hablare, pues si no de aquello nuevo que vino a impulsarme hacia delante, desarraigándome.
Vinieron años en los que hube de descubrir de nuevo en mí un instinto primordial que el mundo luminoso y permitido tenia que disimularse y ocultarse. Como todos los hombres vislumbre en el lento alborear del sentimiento del sexo la aspiración de un enemigo destructor, como la tentación, lo prohibido y el pecado. Lo que mi curiosidad buscaba, lo que suscitaba sueños, placer y miedo - el gran misterio de la pubertad- no encajaba en absoluto dentro de la realidad minima de mi paz infantil. Hice lo que todos la doble vida del niño que a dejado de serlo.
Como casi todos los padres, tampoco los míos colaboraron en el despertar de los instintos vitales de los que nunca se hablaba. Solo colaboraban con un ciudadano infatigable en mis esfuerzos desesperados para negar la realidad y seguir viviendo en un mundo infantil, que cada día era más irreal.
No se si los padres pueden hacer aquí gran cosa, y nada les reprocho a los míos. Acabar con mi problema y encontrar mi camino era cosa solo mía; y yo no actúe bien, como la mayoría de los bien educados.
Las sensaciones y los sueños en los que se anuncio el terminó de la niñez no tuvieron importancia bastante para ser contados aquí.

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